Una cálida mañana de agosto, entré a las oficinas de John Scott and Company, las grandes tiendas de comestibles al por mayor, en las calles American y Diamond, en Filadelfia, y pregunté por el Sr. John Scott. Uno de sus hijos, Harry, dijo, “papá está muy ocupado esta mañana. ¿Él lo está esperando?”.

“No, no tengo una cita con él”, contesté, “pero me pidió información acerca de mi empresa y he venido a proporcionársela”.

“Bueno”, dijo el hijo, “creo que ha llegado el día equivocado. Papá está atendiendo a tres personas en su oficina ahora, y…”.
Justo en ese momento, John Scott pasó hacia el almacén.

“¡Papá!”, llamó el hijo, “aquí está un hombre que quiere verte”.




“¿Quería verme, joven?”, habló el jefe, mirando sobre su hombro mientras pasaba por la puerta giratoria del almacén.
Lo seguí, y la siguiente es la conversación que tuvimos ahí de pie.

Yo: mi nombre es Bettger. Usted me pidió algo de información acerca de nosotros y he venido a dársela (le entregué la tarjeta que había firmado y enviado por correo a mi empresa).

Scott (mirando a la tarjeta): bueno, joven, no quiero la información, pero pensé que así podría obtener el libro de notas que su empresa dijo tener para mí. Me enviaron varias cartas diciendo que tenían un libro con mi nombre, por eso envíe la tarjeta.
Yo (entregándole el libro de notas): señor Scott, estos libros no venden ningún seguro de vida por nosotros, pero nos abren puertas y nos dan la oportunidad de contar nuestra historia.




Scott: bueno, tengo a tres personas esperándome en mi oficina y voy a estar ocupado un buen rato. Además, sería una pérdida de tiempo hablar sobre seguros. Tengo 63 años de edad, dejé de comprar seguros hace años. Ya pagué la mayoría de mis pólizas. Mis hijos ya son adultos y tienen más capacidad de cuidarse a sí mismos que yo. Solo quedamos mi esposa y una hija que todavía vive con nosotros. Si algo me sucediera, tendrían más que suficiente dinero para ellas.

Yo: señor Scott, un hombre con tanto éxito en la vida como usted, sin duda, debe tener intereses fuera de su familia y su negocio. Tal vez un hospital, trabajo eclesial, misiones u obras de caridad con un propósito valioso. ¿Alguna vez ha pensado que cuando muera su apoyo cesará? ¿Una perdida como esta no afectaría seriamente o incluso implicaría la terminación de una gran obra? (él no respondió a mi pregunta, pero, por la expresión en su rostro, pude ver que tenía su atención y él esperaba yo continuara).
Señor Scott, con nuestro plan, usted puede garantizar todo su apoyo ya sea que esté vivo o muerto. Si usted vive siete años más a partir de ahora, entonces comenzará a recibir un ingreso de $5.000 dólares anuales en cheques mensuales mientras esté vivo. Si no necesita estos ingresos, puede donarlos, pero si alguna vez lo llega a necesitar, ¡sería una gran bendición para usted!

Scott (mirando el reloj): si quiere esperar un poco, quisiera algunas preguntas al respecto.

Yo: con gusto esperaré.

(Unos veinte minutos después, me dijeron que pasara a la oficina privada del señor Scott).
Scott: bueno, ¿cómo se llama?

Yo: Bettger.




Scott: señor Bettger, usted me habló de obras de caridad. Yo apoyo a tres misioneros extranjeros y dono una considerable cantidad de dinero a obras que aprecio mucho. Ahora, ¿a qué se refería con que este plan garantizaría mi apoyo aun después de que muera? Luego dijo que dentro de siete años puedo empezar a recibir un ingreso de $5.000 dólares al año, ¿cuánto me costaría eso?

(Cuando le dije el costo, se vio sorprendido).

Scott: ¡No! ¡No consideraría algo así!

Luego le pregunté más acerca de los tres misioneros extranjeros. Al parecer, le agradaba hablar de ellos. Le pregunté si alguna vez había visitado alguna de las misiones. No, no lo había hecho, pero uno de sus hijos y su nuera estaban a cargo de la misión en Nicaragua y él estaba planeando viajar a visitarlos en el otoño. Luego me contó varias historias sobre el trabajo que ellos hacían.
Lo escuché con gran interés. Luego le pregunté: “señor Scott, cuando usted viaje a Nicaragua, ¿no le gustaría decirles a su hijo y su pequeña familia que acaba de hacer arreglos, previendo que si algo le llegara a suceder a usted, ellos recibirán un cheque mensual para que su trabajo pueda continuar sin interrupción? ¿Y no le gustaría escribir una carta, señor Scott, a los otros dos misioneros, dándoles el mismo mensaje?’’.

Siempre que él decía que era demasiado dinero para pagar, yo hablaba más, hacía más preguntas acerca del gran trabajo que sus misioneros extranjeros estaban haciendo.

Él termino comprando el seguro. Ese día hizo un depósito de $8.672 dólares para poner el plan en acción.

Salí de esa oficina flotando en el aire. Puse el cheque en mi bolsillo, pero lo sostuve con la mano. Tenía miedo de perderlo. Pensaba en la horrible pesadilla que sería si lo perdía antes de volver a la oficina. ¡Tenía un cheque por $8.672 dólares! ¡Ocho mil, seiscientos setenta y dos dólares! Dos años antes, había estado procurando obtener un empleo como empacador. Sin duda, esa venta me dio una de las mayores emociones de mi vida. Cuando llegué a la oficina central de mi empresa, me sorprendió escuchar que esa era una de las mayores ventas individuales que habían hecho en toda su historia.




Esa noche no pude comer. Estuve despierto casi hasta la mañana siguiente. Esto fue el 3 de agosto de 1920, nunca olvidaré la fecha. Yo era el hombre más entusiasmado de Filadelfia.

Puesto que esta venta la había hecho un torpe empleado como yo, que nunca había terminado la escuela primaria, eso daba una gran sensación. Pocas semanas después, me invitaron a contar mi historia en una convención nacional de ventas en Boston.
Después de mi charla en la convención, un vendedor reconocido a nivel nacional, Clayton M. Hunsicker, quien casi me doblaba en edad, se acercó, me estrechó la mano y me felicitó por la venta. Después me dijo algo que luego llegué a entender como el más profundo secreto para el trato con las personas.

Él dijo: “todavía me queda la duda de si entiendes exactamente por qué pudiste hacer esa venta”.

Le pregunté a qué se refería.

Luego musitó la verdad más importante que alguna vez haya escuchado en cuanto al arte de las ventas. Él me dijo: “el secreto más importante en el arte de las ventas es identificar lo que la otra persona quiere y luego ayudarle a encontrar la mejor manera de obtenerlo. En el primer minuto de tu entrevista con el señor Scott, diste un golpe a ciegas y, por casualidad, encontraste lo que querías. Luego le mostraste cómo podía conseguirlo. Seguiste hablando más al respecto y haciendo más preguntas, sin dejar que se alejara de lo que quería. Si siempre recuerdas esta regla, será fácil vender”.

Durante el resto de mis tres días en Boston, no pude pensar en otra cosa excepto lo que el señor Hunsicker me había dicho. Él tenía razón. De verdad no había descubierto por qué había podido hacer esa venta. Si Clayt Hunsicker no lo hubiera analizado e interpretado por mí, podría haber seguido a tropezones con el paso de los años. Mientras pensaba en lo que él había dicho, empecé a comprender por qué había estado enfrentando tanta oposición en la mayoría de mis entrevistas. Vi que estaba irrumpiendo, hablando para vender, sin conocer ni tratar de averiguar algo acerca de la situación de la otra persona.
Estaba tan entusiasmado con este nuevo concepto que había utilizado sin saber, que no podía esperar a volver a Filadelfia para usarlo.




Todo esto me hizo pensar más en John Scott y su situación. De repente, se me ocurrió que él tenía algo más de qué ocuparse, planear el futuro de su empresa. Él me había dado muchos detalles acerca de cómo, cuando llegó a Estados Unidos procedente de Irlanda, siendo un joven de diecisiete años, obtuvo un empleo en una pequeña tienda de comestibles. Luego comenzó su propio negocio y poco a poco construyó una de las mejores empresas de abarrotes al por mayor del Este. Sin duda, él tenía un cariño especial hacia esa empresa. Era el trabajo de toda su vida. Seguramente él querría que continuara mucho tiempo después de que muriera.

Un mes después de volver de la convención de Boston, ayudé a John Scott a elaborar un plan para incluir a sus hijos y otros ocho empleados en su empresa. Esto se oficializó con una cena que él ofreció en el Club de industriales de Filadelfia para estos hombres clave. Yo fui el único invitado externo. El señor Scott se puso de pie después de cenar y, en un corto y emotivo discurso, les dijo a sus hombres lo feliz que estaba en esa ocasión. “Ahora he hecho arreglos para el futuro de las dos cosas muy cercanas a mi corazón, mi empresa y las misiones que fundé en el extranjero”.

luyendo importes adicionales para el señor Scott, totalizaron una venta que, en un solo día, representó más dinero del que nunca antes había ganado en todo año de ventas.




La noche de la cena, vi con total claridad la valiosa lección que Clayt Hunsicker me había enseñado. Antes de esto, había visto las ventas como una forma de ganarme la vida. Antes tenía miedo de buscar a las personas porque temía ser una molestia. ¡Pero ahora estaba inspirado! En ese mismo momento, decidí dedicar el resto de mi carrera a este principio de ventas:

Identificar lo que las personas quieren y ayudarles a conseguirlo

No puedo alcanzar a expresar el nuevo tipo de valor y entusiasmo que esto me dio. Era algo más que una técnica de ventas. Era una filosofía de vida.

Libro Recomendado: Secretos del vendedor más rico del mundo