En las escrituras se nos enseña que Dios pesa los corazones de las personas, pues conoce cuál es la intención de cada acción que realizamos. Me encanta la idea de que sea así; me da mucha paz pensar que el Todopoderoso me juzgue con base en el propósito interno de mis actos; sin embargo estoy convencido que los seres humanos no podemos medir a los demás con el mismo parámetro. ¿Por qué? Por una razón muy sencilla, las personas no tenemos la capacidad de identificar las intenciones de los demás, lo único que podemos percibir son sus actos y sus palabras.

Confiar en la rectitud de nuestras intenciones es uno de los grandes errores que cometemos y que más perjudican las relaciones personales. Esto se debe a que por lo general nos juzgamos con base en nuestras intenciones, pero a los demás por sus acciones.

Imaginemos que me piden que me auto evalúe como esposo y en cuanto a mi desempeño profesional. Lo más probable es que, intentando ser honesto, me califique con buenos números, pues si analizo mi roles como esposo y profesional, buscaré qué pienso respecto a mi desenvolvimiento en esas dos situaciones. Si soy una persona promedio seguramente deseo ser un buen esposo, así como un excelente trabajador y padre de familia, es decir, una buena persona. Al realizar mi auto análisis tiendo a incluir mis sentimientos y deseos respecto a esos roles. Por ejemplo, cuando me analizo como esposo tomo en consideración que amo a mi mujer, que planeo darle un futuro seguro y agradable; que incluso a pesar de que en ocasiones discutimos, mi cariño hacia ella es grande. Tengo pensado tomarme más tiempo libre para pasarlo con ella y he estado pensando en ahorrar para tomarnos unas vacaciones al lugar que tanto desea ir.

Cuando reviso mi rol de trabajador no puedo evitar incluir mi propósito de llevar el departamento a un nivel de excelencia y tengo proyectos que sé que impactarán positivamente a la organización. Inclusive he pensado tomar un diplomado para mantenerme actualizado y estar a la vanguardia respecto a mis colegas. Todos estos puntos me llevan a decidir que soy un buen empleado o jefe.

El detalle radica en que todo lo que mencioné tiene que ver con situaciones que están en mi mente, no en mis actos. Entiendo que además de todas estas ideas también podemos incluir en nuestro análisis acciones y resultados que hemos dado; pero la realidad en la mayoría de nosotros es que incluimos y le damos peso a nuestras intenciones a la hora de evaluarnos. Esto distorsiona la realidad.

Supongamos que haciendo un acto de humildad y con el deseo de no vernos muy petulantes nos calificamos, en una escala de uno a diez, con ocho punto cinco como esposos y con nueve en el área profesional. ¿Qué pasaría si solicitaran a nuestro cónyuge y colegas que nos evalúen? Me puedo imaginar a mi pareja preguntando al encuestador: ¿se va a enterar él de la calificación que le ponga? Recordemos que no puede evaluarme por mis pensamientos o intenciones, ni por los sentimientos que tengo hacia ella. Lo único que puede calificar es cómo la he tratado; cuánto tiempo le he dedicado; cuánta atención le he puesto desde su perspectiva; con qué palabras me refiero a ella cuando discutimos, etc. Es decir, mi pareja sólo tomará en cuenta lo que puede ver y oír de parte mía. Con mi jefe, subordinados y colegas sucederá lo mismo. Las personas no pueden juzgarnos con base en los deseos de nuestro corazón, sino basados en nuestras actitudes, acciones o incluso omisiones.

En el momento que reconozcamos esta situación y aprendamos que lo verdaderamente valioso para nuestras relaciones es cómo tratamos a los demás, qué resultados damos y no qué pensamos o sentimos por ellos, daremos un primer gran paso para mejorar, no sólo nuestras vidas sociales y laborales, sino también el ambiente que generamos alrededor nuestro.

He conocido padres de familia que con la mejor intención del mundo corrigen a sus hijos con tal dureza que terminan dañando la relación profundamente. Su intención era maravillosa, pero su forma de comportarse fue lo que sus descendientes conocieron de ellos. He presenciado sesiones de coaching con ejecutivos que tienen excelentes planes para sus colaboradores, pero su forma de actuar propicia exactamente lo contrario de lo que desean y los resultados suelen ser desastrosos.

Como mencioné el primer paso para romper esta deficiencia es reconocer que, cuando menos a nivel terrenal, no somos juzgados por nuestros sentimientos e intenciones, sino por nuestros actos. Como decía mi abuela “hechos son amores, no buenas intenciones”.

Reflexionemos acerca de cuánto estamos haciendo por los demás; hagamos un acto de consciencia y llevemos nuestros propósitos a la acción. Atrevámonos a expresar nuestro cariño; invirtamos tiempo en la gente que es importante para nosotros; pongamos más atención en los detalles; escuchemos atentamente a los demás cuando nos hablan; organicemos nuestras vidas para dedicar más tiempo a lo verdaderamente valioso; invirtamos nuestro dinero en lo que realmente vale la pena en lugar de malgastarlo o esconderlo codiciosamente bajo el pretexto de ahorrar.

La vida es muy corta para desperdiciarla en intenciones, mejor disfrutemos y transformemos nuestro entorno con acciones que muestren lo que hay en nuestro corazón.