El martes, estando en mi ciudad base, concluí mi jornada de trabajo a las ocho de la noche. A esa hora tomé el automóvil, subí al periférico, llegué a la carretera y me dirigí hacia la Ciudad de México. Invité de copiloto a José Alfredo Jiménez. Introduje el CD. “Amanecí otra vez, entre tus brazos y desperté llorando de alegría…”

Si todo salía bien estaría instalado en el Distrito Federal en máximo tres horas. La razón de viajar por la noche era que al día siguiente impartiría una sesión de coaching a uno de los directores de una empresa multinacional muy importante; sin duda una de las tres más grandes e influyentes de su ramo. Un buen contrato. Mi cita estaba acordada a las 8:30 A.M. En la región de Santa Fe, zona de altos privilegios donde los grandes corporativos tienen sus lujosas instalaciones y los no tan grandes también, sufriendo horrores para pagar la renta, pero logrando aparentar que ya están en las “grandes ligas”. “Y tú que te creías, el rey de todo el mundo…”

Si intentaba viajar desde casa el mismo miércoles muy temprano, incluso saliendo a las cinco de la madrugada corría un alto riesgo de no llegar a tiempo, y en estos casos (y en realidad en cualquier otro) no me gusta llegar tarde. Por eso decidí hacer el recorrido esa noche. Como siempre que conduzco en carretera, intenté recorrer mentalmente mi agenda. La noche siguiente debía impartir la conferencia “En la cuerda floja. Como equilibrar vida personal y profesional”. Necesitaba revisar la presentación y pulir algunos detalles al respecto. La mañana posterior a ese evento tomaría un avión para compartir con padres de familia sobre cómo fortalecer a sus hijos. Ya tenía la clave de reservación y la presentación lista. Además de revisar mis próximas actividades intenté pensar en las situaciones que tenía por resolver en mi trabajo y los proyectos pendientes. Sin embargo, mi mente no me ayudó. La concentración se esfumó y sólo podía ocupar mis pensamientos en una sola cosa, lo que verdaderamente estaba ocupando mi atención. “Tú y las nubes me traen muy loco, tú y las nubes me van a matar…”




Ese día, mi suegra, después de haber estado hospitalizada durante más de dos semanas, había sido “dada de alta”, bueno si es que se le puede llamar “dar de alta” a una persona que continúa enferma. Realmente lo que estas palabras significaban era que, por parte del médico, la madre de mi esposa estaba autorizada para dejar la clínica, al menos por unos días, pero no había sanado. El doctor afirmó que podía dejar el sanatorio, pero debía irse a un lugar con las condiciones adecuadas para ser monitoreada y atendida durante las 24 horas del día. “Su noble jinete, le soltó la rienda, le quitó la silla y se fue a puro pelo…”

La institución en la que le internamos ese mismo día, a pesar de cumplir con los requisitos sugeridos por el especialista, representaba, para todos los que le queremos, mucho más que un lugar para su cuidado. El impacto visual, y principalmente emocional, fue muy fuerte. Fue una especie de despedida en la que nadie partía, un “estoy aquí, pero ya no”. Hay razones que el corazón no entiende. Ésta es una de ellas. El nudo en la garganta y las lágrimas cristalizadas detrás de mis ojos no me permitían pensar en otra cosa. La carretera seguía apareciendo disfrazada de extensión de la oscuridad nocturna y mi mente se estacionó en el caso de mi suegra. “No vale nada la vida, la vida, no vale nada…”

Estaba seguro que ese día era uno de los más duros en la vida de mi esposa y sus hermanas y hermano. Si a mi me dolía y me robaba la concentración, ¿cómo estaría ella?, ¿qué tan larga sería esa primera noche de alejamiento emocional de su madre?, ¿cómo sacaría tanto dolor? Quise consolarme y mitigar mi culpa sabiendo que sus familiares más queridos estarían con ella. ¿Culpa? ¿por qué sentía culpa si ella misma me había dicho que entendía que debía irme a trabajar? A fin de cuentas, si no trabajó, ¿quién proveerá el sustento de casa, de la familia? “Así, llorando comienza y así llorando se acaba…” ¿Realmente no era yo su familiar más cercano?




¡Qué ironía! La noche siguiente hablaría de concentrarnos en lo verdaderamente importante al elegir a qué le dedicamos tiempo y esa noche, una de las más duras en la vida de mi amada, yo estaba en carretera, alejándome más de ella cada segundo que mantenía el pie en el acelerador. ¿Me regreso?, ¿ quedó mal con el cliente?, ¿y si pierdo el negocio? Soy padre de familia, mi responsabilidad es ser el proveedor. Pero… Ella me necesita. El próximo retorno estaba a un par de kilómetros. “Era lindo, mi caballo, era mi amigo más fiel, ligerito como el rayo, era de muy buena ley…”

Mi mujer había aceptado de buena gana que me fuera a cumplir mi responsabilidad profesional, lo entendía. Siempre ha sido comprensiva con el trajín que mi trabajo representa. Sabía que no me iba por gusto, tenía que hacerlo. Pero, ¿cuántas situaciones como la que ella afrontaba en ese momento suceden en la vida? ¿Tenía que hacerlo? Retorno a 500 metros. ¿Qué era lo peor que podía suceder si regresaba a casa? Lo peor sería que me cancelaran el contrato. Lo más probable es que no sucediera eso, pero si pasaba… ¿Qué era realmente lo más importante? “Entonces yo me di la media vuelta…”

Cuando entré a casa mis hijas y sus hermanas se sorprendieron:
– “¿Qué pasó?”, “¿hubo algún problema?”, “¿te cancelaron el trabajo?”, “respóndenos..”
– “Simplemente pensé que sería mejor estar hoy en casa”.

Cuando vi en su rostro la mezcla de un ligero esbozo de sonrisa con las gotitas que empezaron a llenar sus ojos, entendí que por primera vez yo había comprendido lo importante que es tener prioridades.

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