Lo normal, según la definición de la Real Academia Española, es comportarse de acuerdo a ciertas normas fijadas de antemano, es decir, parámetros comunes. En este sentido lo normal es lo que practica la mayoría, independientemente de que sea correcto o incorrecto.
Actuar como se comportan los demás nos lleva a formar parte de la normalidad, pero ¿nos conviene ser miembros del club de normales? En cuanto a la aceptación social, seguramente sí, pues al regirnos por lo que mandan los preceptos comunes aumentamos las posibilidades de ser aceptados por las personas del sector al que pertenecemos, y podemos cobijar nuestras acciones bajo el hecho de que otras personas actúan así. Sin embargo esto también tiene su contraparte.
Analicemos:
Resulta ordinario que las personas se embriaguen los fines de semana en sus eventos sociales; por lo tanto es normal tener problemas con el consumo de alcohol o sufrir un accidente en auto por lo mismo. Para muchos papás es casi un estándar que sus hijos se comporten terriblemente durante la adolescencia y entonces lo toleran y en ocasiones hasta lo promueven. También concebimos como común dar soborno a ciertas autoridades para acelerar trámites, obtener permisos ilegales o ganar una licitación. Igual de frecuente es que los colaboradores de una empresa surtan las necesidades de papelería de sus hijos (lápices, grapas, hojas, bolígrafos, etc.) tomando estos artículos del lugar donde trabajan. Tristemente es bastante común que una persona casada cometa adulterio o que los hijos mientan a sus padres. Es muy normal que los profesionistas no lean al menos un buen libro al mes; que comamos comida chatarra; no hagamos ejercicio; descuidemos nuestra vida espiritual y cientos de etcéteras.
Sin embargo, ¿alguien ignora cuáles son las consecuencias de realizar las prácticas anteriores? Por supuesto que no. Absolutamente todos sabemos que si participamos de un soborno somos tan corruptos como los funcionarios que lo reciben; si tomamos artículos de la oficina para llevarlos a casa somos tan ladrones como quien ultraja un hogar ajeno; si mentimos o engañamos los demás no nos tendrán confianza y si comemos alimentos poco saludables y no hacemos ejercicio, disminuimos nuestra calidad y tiempo de vida.
El precio de actuar con base en lo que es normal es vivir como, lamentablemente, vive, o mejor dicho, sobrevive, la mayoría de las personas. Escondemos nuestra falta de carácter e integridad en frases como: “si yo no participo en ese negocio sucio alguien más lo hará”; “no soy el único que lo hace”, “no tengo alternativa” y el súper famoso “todos lo hacen”. La realidad es que no todos lo hacen, sólo lo hacen aquéllas personas cuyos valores y creencias son tan pobres como sus actos. Existen personas íntegras que están dispuestas a no participar en negocios bañados de corrupción; padres de familia que deciden dedicar tiempo a sus hijos y no sólo proveerles de bienes materiales; jóvenes que se abstienen de emborracharse como el resto del sus amigos; hombres y mujeres que se mantiene fieles a sus cónyuges. Todos estos seres humanos son ahora considerados como anormales y desde la perspectiva de algunos, tontos.
Hemos aprendido a llamar a la malo bueno y a lo bueno malo. Excusamos nuestra falta de carácter y rectitud, escudándonos en que nuestra corrupción se justifica porque hay otras personas igual o más despreciables que nosotros. La avaricia, la pereza, el orgullo, la inconsciencia o incluso la ignorancia se han convertido en el motor de la sociedad, olvidando que la historia nos enseña que sólo el íntegro deja un legado digno de ser imitado; que nuestras atrocidades y sus consecuencias tarde o temprano nos alcanzan. Creemos, tontamente, que saldremos librados de nuestros atropellos y olvidamos que la paz interior, el respeto de terceros y la aprobación honesta de nuestra descendencia, jamás la obtenemos a través de actos incorrectos. Hacer lo correcto, aunque no sea lo normal, siempre nos dará un mejor pago en el largo plazo.
Es por esto que debemos preocuparnos por hacer lo que está bien, no lo que hace la mayoría. Actuar rectamente, interesarnos en las actividades de nuestros hijos, ponerles límites, educarlos nosotros; ser fieles a nuestro cónyuge, pagar impuestos; cumplir nuestros compromisos en el trabajo y ser honestos son, tristemente, actividades en peligro de extinción en un mundo corrompido como el nuestro. Sin embargo, sé que muchos hombres y mujeres se mantienen fieles a valores humanos dignos aunque otros no les vean; pues saben perfectamente que es muy fácil engañar a los demás con una fachada artificial de rectitud, pero ¿cómo mentirnos a nosotros mismos?